Bárbara Gimeno
Todavía no he olvidado el impacto que sentí cuando pisé el casino de Barcelona. Luces por todas partes, típicos sonidos de máquinas de azar y ojos que no se despegaban de las pantallas, de las mesas, de las cartas. Ahí el dinero se movía a una velocidad vertiginosa. Y si no, que se lo digan a la señora que echaba billetes de cien en la ruleta como quien le da a su hijo unas monedas para que se compre chucherías. Esa visión de la gente tirando su dinero –y ganando, porque metiendo esa cantidad de dinero algo tienes que ganar- me hizo querer probar suerte. Mi pareja y yo pasamos la noche moviéndonos del blackjack a la ruleta, de la ruleta al poker y del poker de nuevo al blackjack. Cuando dieron casi las dos de la mañana y nuestras pérdidas superaban nuestros ingresos, decidimos que era el momento de marchar. Fuimos con cierta vergüenza a cobrar nuestros 10 euros –tras invertir 40- y el espectáculo que se desarrolló delante de nosotros no se me olvidará jamás: El caballero que nos precedía estaba llevándose nada más y nada menos que diez mil euros en metálico y ni su cara –ni la de su mujer- mostraban ningún tipo de alegría. ¿Cómo podría ser posible?
Lo pensé mejor y me dije que la pregunta correcta no era esa sino ¿cuánto habría perdido antes de llevarse tal cantidad?